Es bien sabido que la humanidad tiene su origen en el reino animal. Aunque se hable del eslabón perdido y aún no esté claro cuál fue el proceso evolutivo que nos hizo pasar de animales a humanos, es innegable que nuestro origen es animal. Podemos pensar que esto no tiene implicaciones fuertes en nuestro presente. Pero cuando profundizamos en este tema y en todo lo que representa en la vida actual de los humanos el tener este origen, encontramos muchas respuestas a preguntas acerca de nuestra forma de ser y de actuar.
En el estudio de la conciencia humana, se entiende que es debido a esta naturaleza animalesca de los humanos tenemos lo que se conoce como un cerebro animal. Sin embargo, gracias a nuestra evolución, también desarrollamos lo que se denomina como el cerebro espiritual. A lo largo de la vida humana, estos dos cerebros son como dos voces distintas en nuestra cabeza, representadas en los dibujos animados como un diablillo y un angelito en cada uno de nuestros hombros, diciéndonos cosas muy opuestas acerca de qué hacer.
La importancia del entendimiento de estos dos cerebros no solo está en que nos permite tener una visión más clara de por qué tenemos determinados comportamientos y conductas. Igualmente, nos da la oportunidad de ir poco a poco abandonando todas las cualidades animales que aún tenemos, y de esta forma evolucionar espiritualmente para vivir vidas más plenas y satisfactorias. Para ello, lo primero que hemos de entender es el funcionamiento del cerebro animal.
El cerebro animal
El cerebro animal es a partir del cual se genera lo que se conoce como el ego. Este cerebro, al igual que el de los animales, solo está buscando su supervivencia por medio de la satisfacción de sus necesidades básicas e instintos corporales. Al cerebro animal no le interesan las consecuencias a largo plazo de sus acciones ya que solo está buscando sobrevivir y piensa que si no cede a sus impulsos, su supervivencia se verá comprometida. De aquí es de donde nace el egoísmo que nos hace buscar obsesiva y compulsivamente la satisfacción de nuestros deseos, aunque sea a costa de los demás.
De la misma manera, como el cerebro animal siempre está en modo supervivencia, se encuentra todo el tiempo a la expectativa de que algo malo pase. Imagina haber vivido hace cientos de miles de años, en la naturaleza, rodeado de potenciales depredadores. Necesitábamos vivir con miedo y esperando que algo malo pasara para así asegurar nuestra supervivencia. La tendencia a auto-sabotearnos y arruinar nuestra paz mental no es un defecto de carácter: es parte de nuestra naturaleza animal para asegurar ls supervivencia.
También, al cerebro animal le interesan únicamente las sensaciones placenteras que puede obtener con sus sentidos físicos. Este es el origen de que tengamos impulsos sexuales difíciles de controlar, deseos de vernos fisicamente atractivos, antojo de los mejores platillos, necesidad de ver cosas que nos parezcan estéticamente agradables. Buda explicó que el principal apego y obstáculo espiritual en el camino de los humanos, es el apego a los sentidos físicos. Pues este apego, al igual que todas las razones por las que somos infelices y sufrimos, tiene su origen en el cerebro animal.
Todas las acciones que obramos y que sabemos dentro nuestro que no son las mejores y que pueden estar causándole daño a un tercero –o incluso a nosotros mismos– son motivadas por el cerebro animal. Este cerebro piensa que sabe qué es lo mejor para nosotros, pero sabemos que son más las ocasiones en las que actuamos como nos indica que lo hagamos, y terminamos sintiéndonos mal. Los consejos de este cerebro van desde comer otra rebanada de pizza o pastel cuando el cuerpo ya está satisfecho, hasta engañar a nuestra pareja ya que estamos alcoholizados y es un buen pretexto.
El cerebro espiritual
Por fortuna, también contamos con el cerebro espiritual, el cual nos ayuda a lo largo de nuestra vida a volvernos en mejores personas, a ser más felices y hacer más felices a los demás, y de dedicarnos en nutrir y cultivar las virtudes de este cerebro, puede incluso llevarnos al logro supremo de la iluminación espiritual. Este cerebro es el que nos diferencia del reino animal, y nos permite tomar decisiones bien pensadas y basadas en el presente, y no reacciones instintivas basadas en el pasado.
El cerebro espiritual va más allá de sí mismo y, antes de actuar, se pregunta si sus acciones van a perjudicar a otra persona, al medio ambiente, etc. A diferencia del cerebro animal –que piensa de forma lineal– el cerebro espiritual es no lineal. Es decir, no se basa únicamente en lo que le presentan sus 5 sentidos físicos, sino que también obtiene información de la energía de las situaciones por medio de la intuición. Gracias a este cerebro, las personas podemos conocer cuál es nuestro propósito o qué es lo que nos apasiona, y animarnos a hacerlo.
Este cerebro es el que se conecta con el mundo cuántico y reconoce el poder de los pensamientos y de las palabras, por lo que en lugar de buscar transformar su vida únicamente cambiando el exterior, lo hace comenzando por el interior. El cerebro espiritual entiende que lo que piensa y dice tiene un impacto profundo y a largo plazo en la realidad que experimenta, por lo que no se deja absorber por los pensamientos impulsivos que tiene el cerebro animal, sino que busca la manera de canalizar su energía en pensamientos de naturaleza positiva.
La principal diferencia entre estos dos cerebros recae principalmente en que el cerebro animal busca la felicidad por medio del placer sensorial y desea obtenerla instantáneamente. Mientras que el cerebro espiritual busca la felicidad por medio del desarrollo interno y sabe que para obtenerla ha de trabajar por ella día con día, por lo que no busca “atajos” –que en el cerebro animal toman la forma de una adicción, por ejemplo–. Cuando actuamos desde el cerebro animal necesariamente vamos a crear karma negativo, puesto que nuestras acciones serán motivadas por el egoísmo.
Con el cerebro espiritual, creamos karma positivo ya que la intención no solo es beneficiarnos a nosotros mismos, sino también a los demás. Si lo vemos objetivamente, es en realidad esto lo que nos separa de los animales. Tenemos la opción de actuar de formas diferentes ante cada escenario y en todo momento; los animales están sujetos a sus instintos. Un animal carnívoro no tiene alternativa: debe matar a otros animales para sobrevivir. Las personas tenemos siempre una alternativa a todas nuestras acciones.
Reconociendo nuestra humanidad
Es importante saber que todas las personas tenemos en mayor o menor medida estos cerebros para poder comenzar a soltar la culpa que llevamos cargando como especie desde hace miles de años. La culpa en realidad no sirve de nada: no tiene sentido flagelarnos por los defectos que vienen de nuestra condición humana. Más bien, en lo que conviene enfocar nuestra energía es en ir puliendo todos estos defectos hasta que desaparezcan por completo, lo cual es posible.
Todas las personas tenemos hasta cierto punto una adicción a la negatividad, al drama, al estar constantemente preocupados de cosas que sabemos que no están en nuestro control. De alguna manera, el cerebro animal piensa que esto es algo “bueno” ya que así está asegurando nuestra supervivencia. Si nos la vivimos preocupados, aparentemente estamos previniendo que pasen cosas desagradables. La verdad es que no tenemos el control de las cosas que nos pasan; esto lo comprende a la perfección el cerebro espiritual, por lo cual se mantiene presente y tranquilo, en lugar de estar alterado y a la expectativa de que pase algo malo.
En la medida en la que nos entregamos a nuestra espiritualidad y vamos desarrollando esta parte nuestra, poco a poco nuestros instintos van cambiando. Comenzamos a inclinarnos hacia formas de pensar más positivas, dejamos de ver al mundo y a la vida como una competencia por la supervivencia del más fuerte. Dejamos de buscar obsesivamente la felicidad por medio del placer sensorial y la acumulación de bienes materiales, y comenzamos a crearla dentro nuestro con la acumulación de acciones positivas.
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